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sábado, 31 de enero de 2015

Desatino real.

John retrocedió unos pasos previendo lo que se venía. Me conocía tan bien que estoy seguro podía ver en mis ojos el frío glaciar que acompañaba mi enfado.

-¡ ¿Enamorado? ¿Después de horas pensando no tienes una mejor respuesta?!

¡Claro que estaba molesto!, como única regla de comportamiento nunca había comentado mis problemas personales con mis consejeros; sin importar si eran más sabios, viejos, y sabelotodos. Arreglar los problemas de un reino era algo que podía delegarse en alguien más, a fin de cuentas eran problemas de los demás, pero cuando se trataba de mi prefería errar continuamente a pedir ayuda.

No creo que se trate de un tonto capricho, es cuestión de responsabilidad, de auto-respeto ... de tranquilidad; pero sin importar el porqué de mi privacidad emocional todo cambió con una guerra tan innecesaria y molesta como imprevista. Tras años de una paz consolidada por mi padre en el siglo pasado un pequeño feudo se alzaba en contra de los preceptos de la ley sagrada. Los dioses de mis antepasados se enfurecían con todo el reino por dejar que tal motín afectara su tranquilidad ancestral y la vida calmada del palacio se convirtió rápidamente en un vórtice de conflictos por resolver que se llevó mis mejores años y gran parte de mi séquito además.

La insurrección se había desencadenado en el corazón mismo de mi imperio por un charlatán que consideraba mis medidas extremas y anticuadas, ¡como si yo no hubiese pensado eso mismo cuando recién acepté la corona imperial!; pero con todas las tradiciones que tenemos encima no hay un margen de libertad real para mis decisiones. Por esto tomé esta guerra como algo personal, quería acabar con esa voz en mi imperio que tanto se parecía a las voces en mi cabeza que pedían un cambio radical.

En el proceso de negociaciones no permití ni un solo asistente a la audiencia que tal molestia pidió ante su soberano, y que acertada decisión tomé, pues casi pierdo totalmente mi dignidad cuando se presento ante mi un rubio campesino con un traje indecoroso y lleno de sangre, que sin embargo aparecía en mi mente como la encarnación de alguna deidad bélica antigua. No estaba seguro si debía burlarme, sentirme humillado o venerar al apuesto hombre semidesnudo que entraba al salón de audiencias a través de la columnata.

Un simple plebeyo, no parecía letrado ni conocedor de ningún arte, y sin embargo algo en su esencia, en su manera de caminar o mirar con desenfado y arrogancia le daba una autoridad suprema contra la que mi corona sin pulir y mis modales perfectos no podían competir. Tras un breve saludo le ofrecí un asiento cerca al trono que rehusó con indecencia; el molesto rebelde quería poner las reglas del encuentro en mi propio palacio.

No pasó mucho tiempo antes de que la discusión llegara a un punto muerto, sin importar cuantas veces le explicara las tradiciones y su importancia sus ojos azules no dejaban de acusarme mientras con su vulgar latín un discurso sobre la indecisión carcomía mis pensamientos. No eran solo sus ideas las que me desestabilizaban de tal modo, todo él parecía haber sido creado para destruirme; finalmente tras una hora de tensión y argumentos mi cerebro no pudo más y lo detuve con la mayor delicadeza posible invitándolo a recorrer los jardines mientras pensábamos en calma sobre lo discutido.

No fue la mejor idea del mundo, eso quedó claro cuando mi mente no podía dejar de observarlo maravillándose por cada pequeño detalle de las fuentes, estatuas y columnatas. El menor destello le llamaba la atención y mi azorado ser solo podía seguirlo y perderse en sus suaves movimientos; habría dado mi reino si tan solo pudiese observarlo por toda la eternidad en ese juego misterioso de asombro y curiosidad. Habría dado mi vida por volver a ser como él, por una oportunidad para reinventarme y lograr olvidar el odio que debía sentir por tal criatura.

Un poco antes del ocaso mis sirvientes se acercaron anunciando la cena y propuse a mi inusual invitado refrescarnos antes de bajar de disfrutar de los manjares que había solicitado a Jhon horas antes. Aprovechando el desconcierto del rebelde al encontrar la fuente dorada, Jhon se acercó con delicadeza y me preguntó por mi comportamiento tan fuera del protocolo y le revelé todas mis dudas, todas esas inseguridades que hacían que mi plan tan perfectamente pensado se torciera con tanta facilidad.

Ahora tras un relajante baño no se le ocurre otra cosa que compararme con una doncella enclaustrada y sugerir que estoy enamorado del estupido insurgente que en el ala opuesta del palacio debe estar despreciando las finas ropas que dejaron sobre la cama. No lo amo, solo desearía estar en su lugar, no imagino mi vida junto a la suya, me muero por poder vivir su libertad y por rebelarme contra todo.

Sí, su cuerpo atlético y sanguinario encajan en mis ideales estéticos y estoy seguro que debe tener un grupo numeroso de señoritas detrás de él. Pero cuando se sienta frente a mi en la mesa principal no hay espacio para la lujuria en mi mente, la envidia nubla mi sentir y la único que deseo es que desaparezca y deje de importunar mi existencia. Que maravillosa experiencia la de comer con tu enemigo, esta guerra sin sentido tiene que acabar, pero no seré yo el que se doblegue.

Jhon se encargará de que llegue seguro a su campamento, por supuesto, pero una semana después será el verdugo del insurrecto; la guerra acabará conmigo como el vencedor y en mi triunfo impulsaré algunas reformas en honor al vencido y su salvaje mentalidad. No habrá lugar en la historia para su nombre (que no quiso revelarme) pero jamás se alejará de mis pensamientos.

Tal vez estuviera enamorado de su esencia, y es esa misma la que vivirá conmigo por siempre, tal vez me equivoque y haya perdido la oportunidad más grande de mi vida. Pero eso no es un problema mi reino me reclama y no existe entidad sobre este mundo que pueda alejarme de mi trono.



Cuestión de sentir

Un día lluvioso de abril, de esos en los que las calles bogotanas se llenan de charcos donde los niños saltan y salpican, alguien me preguntó en alguna discusión sin sentido que pensaba yo sobre el amor. Lejos de darle la seriedad que tal cuestionamiento merece me encontré a mi mismo repitiendo un discurso patético sobre los ideales humanos tomado quizás de mi madre, de un amigo o una comedia romántica; y sellé el asunto con un "igual no importa mucho" que en ese momento pareció justificado y que nadie se atrevió a refutar. 

Hoy, meses después de aquel momento, he vuelto al lugar donde discutimos al respecto y la lluvia se asoma con timidez tentando al recuerdo y avivando mi memoria, invitándola a iniciar el complicado juego de reinventarse las cosas, de repensar lo establecido y de modificar los recuerdos. Hoy culpo a esa misma lluvia por mi falta de profundidad al hablar sobre ese tema, hoy me culpo a mi mismo por permitirle afectarme de esa manera.

Hoy descubrí que estoy enamorado, que mi discurso ecléctico y miserable no podía estar más lejos de la realidad; porque, si bien es cierto que todos amamos de forma "similar", es cuando nos salimos del cliché, cuando respondemos a nuestras exigencias y no las de la sociedad, cuando nos despojamos de la razón ... Ahí es cuando entendemos que cada quien ama a su manera, cada uno da de lo que recibe, de lo que conoce, de lo que es.

Hoy puedo contar con sencillez que amo con locura y ñoñez, con entusiasmo por las pasiones desbordadas y cautela con las decisiones trascendentales; con precisión matemática (y algo psicorrigida) para los detalles para saber que decir o hacer en el momento justo, con libertad e impulsividad para vivir intensamente cada día.

Hoy llueve y estoy totalmente seguro de mi amor, de querer que cada instante se congele y jamás se pierda; estoy seguro que mi memoria no querrá modificar este sentir, que mi corazón (el órgano, no la idea preconcebida de los sentimientos) late más rápido con cada segundo que transcurre.

Hoy la lluvia en los tejados no opacará mi grito de nuevo, hoy puedo contarle al mundo con serenidad cuánto amo a Bogotá.