Absurdamente cansado, así me sentía después de un agotador día de trabajo. Los minutos pasaban lentamente mientras regresaba por la autopista de camino a casa en el viejo automóvil de papá -Un chevrolet del 98 que aún se esforzaba por rendir al máximo y cuya pintura gris había visto mejores épocas-; el recorrido fue aburrido y monótono y me llevó por la parte marginal de la ciudad que ahora llamo hogar.
Esas zonas desoladas donde el campo aún resistía el impulso urbano le daban un merecido descanso a mi cerebro y la calma del momento me trajo tanto sueño como nunca antes había recordado tener. En algún punto, casi llegando a la zona suburbana, mi organismo se desconecto de este mundo dejándome botado sobre el volante mientras en algún lugar remoto un vaso se rompía contra el suelo.
Tal vez se pregunten cómo lo sé, y la respuesta es sencilla, mi mente no estaba en el viejo chevy gris de mi padre esa tarde. 20 kilómetros al oriente del choque aún estaba contemplando sus ojos verdes como si de eso dependiera mi vida, y tal vez fue así. Ese adiós había estado tan cargado de remordimientos y culpas que la hermosa Alice aún tenía en sus manos los dos vasos llenos de limonada y veía la carretera como si el verde de sus ojos tuviera el poder de detener el tiempo y evitar la marcha de este tonto que la amaba a pesar de las complicaciones laborales existentes.
Ella lo supo y soltó inmediatamente los vasos mientras corría buscando las llaves de su auto en el escritorio lleno de planos donde habíamos estado discutiendo sobre estructuras y soportes; que estúpido parece todo ahora, ella tenía razón, habría dado mi vida (si es que aún existiese la posibilidad de hacerlo) para que esas dulces esmeraldas pudiesen ver el paisaje sabanero cómo lo había diseñado en un primer momento.
Quise apresurarme al encuentro con mi cuerpo maltrecho, y arreglar las cosas para que mi bella Alicia no sufriera pero lo que me ataba a este mundo era su mirada y solo en ella podía existir. Cuando finalmente se bajó de su deportivo azul y vio a los paramedicos junto al que solía ser un cuerpo atlético derramó sus lagrimas contenidas llevándose consigo lo que quedaba de mi ser. Cuando la última de ellas recorrió su mejilla, dio la vuelta y regresó a trabajar en nuestro proyecto, con suerte yo viviría en él gracias a ella ... con suerte ella sería feliz de nuevo ... Con suerte ...