El
caribe en mis ojos.
Ese
medio día siempre recordaría cómo semanas atrás el azul profundo en el
horizonte y el sol en lo alto del cielo se veían desde la alta ventana del
estar social, por encima de las hamacas y las mecedoras la brisa del mar llegaba
con fuerza e inundaba el lugar con un aroma a sal y a mariscos. Para alguien
acostumbrado como yo a vivir a la orilla del océano la situación era relajante,
perfecta para descansar en mi hamaca … o hubiera sido así si un molesto zumbido
en mi cabeza no ocupara todos mis pensamientos.
El
murmullo en mi mente viene y va, como las olas en el ancho mar… pensándolo bien esa es la constante de la
vida, todo viene y se va: amigos, sueños, experiencias, dinero, hasta mis
padres… se van, se fueron. Agggh otra vez pensando en esas cosas, siempre que
veo el mar me sucede; lo que hace que la gente se preocupe por mí y me crea
loco, igual, no los culpo ¿cómo no hacerlo si me la paso en el mar?
Y
es que, el mar ha sido desde que tengo memoria mi lugar; el océano y sus olas
de un profundo azul me acogieron desde siempre y formaron el único hogar que
conozco; las playas de mi pueblo me conocen mejor que mis amigos … o tal vez es
que yo las conozco a ellas como al dorso de mi mano y me ilusiono pensando que
el conocimiento es mutuo.
Mi
vida está ligada a la playa, todo mi cuerpo responde a ella. Mi piel está
acostumbrada al sol intenso de medio día y ni las tormentas de octubre, ni las
brisas de marzo logran detenerme o alejarme del mar; la gran Mamá Toña –mamatoña,
sin espacios y sin separación… como corriendo para que ni el nombre le pegue a
uno- hace sus esfuerzos llamándome desde la casona sobre la colina –grita como
una loca dicen los vecinos-, y solo logra que acuda a su llamado y le abrace
sus grandes faldones colorados con el delicioso aroma de sus cazuelas
especiales, esas que los turistas se mueren por probar cada que pasan por la
hostería; el aroma me hace regresar porque trae recuerdos, las palabras se las
lleva el mar para no volver.
¿Dije
turistas?, suena raro mencionarlos sabiendo que este es un pueblito perdido en
las costas; nuestras playas no son blancas y nuestro mar no es celeste con
surfistas y castillos de arena; el caribe en esta zona es agresivo y perfecto
para la pesca, pero el arrecife no permite que la gente se broncee en diminutos
bikinis o contamine el lugar; es todo un paraíso para los solitarios, muy pocos
viajeros llegan y aún menos se quedan por acá. Vienen y se van … a veces ni
siquiera vienen.
Mamatoña
me contó que mi padre era uno de esos pocos expedicionarios que se quedó: un
mono ojizarco y más bien tímido que, cautivado por mi madre y su negrura,
asumió el reto de alejarse de la fría capital –que lejana se siente- y refugiarse en la costa. Toña dice que nadie
se movía como mi madre, que sus caderas se mecían al vaivén de las olas como un
barco en altamar, que las estrellas brillaban con más intensidad en el cielo
para verla con mayor claridad.
Mamatoña
dice muchas cosas, pero yo no los recuerdo, mis padres se fueron hace mucho,
sin dejar rastro, por obvias razones no espero que vuelvan. Es por eso que ese
medio día yo estaba decidido a seguir los pasos de mis progenitores y frenar el
ciclo. Me iría para no volver, las olas me llamaban con su espuma risueña y las
playas susurraban promesas de pesca abundante y diversión; pero a mis 16 años
yo ya era un hombre y mi palabra era decisiva. Los niños se dejaban llevar por
las circunstancias, los adultos como yo seguimos nuestra voluntad.
Sin
mirar atrás dejé la casona de altas ventanas que daban al mar, cubrí mi nariz
para evitar que el aroma interfiriera con mi partida, salí corriendo antes de
que Mamatoña regresara de la galería con sus verduras frescas, corrí antes que
la realidad me atrapara con sus consecuencias lógicas y mis piernas se
detuvieran. Cuando llegué al puerto me detuve a contemplar el oleaje por última
vez, mis lágrimas se derramaron sin que pudiera contenerlas y se unieron con el
mar.
Las
olas recibieron mis lágrimas con tanto agrado que se levantaron majestuosamente,
nunca antes las vi tan grandes y azules … y nunca las vería jamás de esa manera
-no tuve la oportunidad de todas formas- porque mi vida terminó súbitamente en
ese momento. Mi vida se fue sin regreso justo como deseaba, aunque no como
esperaba.
Me
fui sin avisar y el mar me llevo sin dejar rastro alguno en su majestuosa
corriente, en ese momento me di cuenta que a mis padres les ocurrió algo
similar … que la forma de terminar el ciclo fue la misma, que la muerte fue y
regreso por mí. Como el mar, como las olas caribeñas que se reflejaban en mis
ojos aquel mediodía fatal.